grand central sky

Salí del hotel por Lexington Ave y caminé unas pocas manzanas hasta la Estación, siempre vigilada por la imponente silueta del Chrysler Building. En el umbral, una multitud de personas se cruzaba en todas direcciones como hormiguitas obreras camino del hormiguero.

Al abrir la puerta, una bocanada de aire caliente tocó mi rostro e invadió mis pulmones en forma de ola de vida. Era agradable notar su calidez en contraste con el frío paralizante que reinaba en el exterior —solo Dios sabe qué temperatura bajo cero habría allí fuera, bueno, Dios y lo neoyorquinos, yo no entiendo los grados Fahrenheit que usan allí—. El sonido exterior, típico de la gran ciudad, compuesto de voces, motores, maquinaria, claxons y todo lo demás se convirtió de pronto en un eco sordo y lejano, dando paso a otro bien diferente y común a los lugares grandes y atestados. Cuando llegué al borde de la escalera principal, el enorme espacio central se abrió ante mí.

Esperaba que la luz fluyera etérea, casi fantasmagórica desde los inmensos ventanales, como lo hacía en aquel póster de una antigua imagen en blanco y negro tan conocida pero, en su lugar, lo que llamaba poderosamente la atención, no era otra cosa que el magnífico techo abovedado que nos cubría —a mí y a los varios cientos de personas que había allí dentro—.

Estaba decorado con infinidad de puntos dorados, algunos luminosos, de diferentes tamaños… sobre un fondo azul verdoso o verde azulado —creo que nunca sabré muy bien la diferencia— destacaban lo que parecía ser… LEER MÁS


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